El trayecto fue toda una preparación para ese momento. La miseria fruto de una desigualdad cada vez más evidente se acentuaba a medida que aumentaban los kilómetros recorridos. De la esquina de Las Heras y Pueyrredón, el punto de partida en pleno barrio porteño de Recoleta, a ese sector de Florencio Varela, la distancia era abismal. En todos los sentidos.
Pareciera que lo que no combina con los lujos de la gran ciudad, mejor tenerlo lejos. Toda la miseria, cuanto más afuera, mejor. Pero de repente desaparece incluso esa misma indigencia. No hay nada. Pasto hacia un lado y el otro del camino. La soledad vuela sobre una ruta eterna. De pronto asoma esa mole de cemento rodeada de alambres. ¿Qué hay del otro lado? ¿Qué es lo que la sociedad no puede ver? ¿Qué hay detrás de esos muros interminables? 
Bastó un paso, sólo un paso dentro de esa especie de pajarera, para comprobarlo. Hay vida. Vida que se expresa en el primer saludo con el muchacho que riega la huerta. Vida que se manifiesta en la mirada del cocinero. Vida que respira más que nunca en el apretón de manos con el primer rival que me cruzo dentro de la cancha.
Una experiencia fuerte, impactante, que a uno lo lleva a hacerse miles de interrogantes. Pero sobre todo a descubrir un mundo que se nos presenta lejano. Con un grupo de jóvenes llamado Aquileón fuimos a visitar la Unidad 42 de la penitenciaría de la Provincia de Buenos Aires. Fuimos a jugar al fútbol, a estar con un grupo de detenidos, a compartir una tarde. 
“Nos recibieron con un entusiasmo y una felicidad conmovedora. A partir de ese momento, las diferencias que el sistema nos quiere imprimir día a día, por una tarde fueron eclipsadas. Las ganas y el entusiasmo ganaron por goleada”, comenta Marcos, todavía asombrado por la experiencia vivida con sus amigos. En ese mismo sentido, Juancho reconoce que “entrar a la cárcel te abre los ojos a la fuerza, te das cuenta que uno es parte de un sector ínfimo de la sociedad que tiene todas las herramientas para elegir y armar qué vida llevar”. 
Cada uno de los 11 que visitamos el penal lo vivió de una manera diferente. Algunos estudiantes universitarios, otros profesionales y padres de familia. Pero sin dudas que a cada uno lo movilizó de una manera profunda.
Facundo, días después y una vez que dentro suyo decantó la revolución interna que le generó la visita, me escribió: “Apenas comenzado el fútbol recordé una pregunta que hizo (el ex líder de los Redonditos de Ricota) Indio Solari, a periodistas en una conferencia de prensa: ¿Los chicos nacen malos?”. Y continúa su descripción de los hechos como si todavía estuviera allí: “Nos enredamos, pero no en las púas de los alambres, sino con el otro, con los otros. Muchachos, hombres iguales que nosotros. Y distintos, cada uno con su historia, emergentes de distintos contextos. Te enredas con la pelota, en el cuerpo a cuerpo de la lucha futbolera, en la charla intermedia que dispara, una tras otra, historias diferentes, conectadas en algún punto”. Y cierra su testimonio con la sensación que le provocó la despedida: “Hay que volver. Ellos se quedan, pero vienen en alguna partecita nuestra. Nos vamos, un muro, otro muro, la puerta de salida. Antes, algunos preguntan: ¿cuándo vuelven? Y la respuesta no demora: "Nos vemos pronto". Posiblemente nos fuimos con más preguntas que con las que ingresamos. Pero hay algo claro, y es la bondad de estos muchachos, la misma que da respuesta a la pregunta inicial del Indio”.
La Unidad 42 de la Penitenciaría de la Provincia de Buenos Aires cuenta con un régimen de progresividad de la persona que cumple la pena. Un régimen atenuado, donde juega la responsabilidad y la autonomía.
El capellán de la cárcel, Cristian Fernández Moores, cuenta en el programa radial Letra Chica que en el proceso de reinserción de los detenidos es fundamental las tareas de huerta, herrería, carpintería y el criadero, que permiten que los presidiarios puedan efectuar sus propios trabajos. “Buscamos que las cárceles no sean lugares cerrados sino donde la sociedad pueda visitar y llevar programas, emprendimientos de tipo laboral, artístico o deportivo”, aclara el sacerdote que acompaña a los detenidos desde hace tres años. 
Alejandro, otro de los jóvenes visitantes, reflexiona sobre la importancia de “aceptar que esa persona forma parte de nuestra humanidad compartida, de nuestro mundo, el mundo que creamos todos con lo que hacemos, lo que decimos, lo que no decimos y lo que sentimos, lo que rechazamos”. 
Las sensaciones de compartir una cancha de fútbol con ese grupo de detenidos se multiplican. Para mí fue una confirmación más de que el deporte nos iguala a todos. Nos hace derribar barreras, prejuicios. Mientras observaba con detenimiento el contexto en el que me encontraba, rodeado de paredones y alambres de púa, me pregunté si sería capaz de jugar a la pelota con aquellos dos hombres que alguna vez a punta de pistola entraron a robar a mi casa, mientras compartíamos una cena en familia. Sin dudas que ellos deben cumplir una pena. Pero también nos exige una mirada más profunda.
Por eso fue la confirmación de que tan lejos de la gran ciudad y dentro de una imponente mole de cemento hay vida. Hay personas que quieren reinsertarse en la sociedad. Personas que agradecen ser mirados a los ojos. Ser saludados con un apretón de manos, con un abrazo. “Cuidar este espacio para jugar al fútbol, es cuidar nuestra pequeña porción de libertad”, me dijo uno de ellos. “Que ustedes nos visiten -comentaron varios- significa para nosotros salir de la prisión por un momento”.
 
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